Homilía del arzobispo de Sevilla en el funeral de José Enrique Ayarra, Sevilla, Catedral, 20 de marzo de 2018
Textos: Rom 14,7-9.10b-12(VII); Sal 114 (VII); Mt 11, 25-30
El Señor nos ha convocado en nuestra iglesia catedral para encomendarle el descanso eterno de nuestro hermano sacerdote don José Enrique Ayarra, fallecido en la tarde del domingo inesperadamente. Acompañamos sus restos mortales, su hermana y su familia, los miembros del Excmo. Cabildo, muchos hermanos sacerdotes, innumerables amigos y el arzobispo. Al cabildo, a los sacerdotes y a su familia quiero manifestarles mi condolencia personal y la de la Archidiócesis. Para todos pido al Señor en esta Eucaristía el consuelo, la paz y la esperanza que nace de nuestra fe en la resurrección del Señor, que es el fundamento más firme de nuestra convicción de que los muertos en Cristo viven para siempre.
Don José Enrique nació en Jaca el 23 de abril de 1937. Iba cumplir, pues, 81 años. Después de cursar sus estudios en los Seminarios de Jaca, Vitoria y en la Universidad Pontificia de Salamanca, fue ordenado sacerdote el 3 de julio de 1960. Poseedor de todos los títulos posibles en el campo de la organística, alumno de los grandes profesores franceses y de los grandes músicos eclesiásticos españoles de la primera mitad del siglo XX, obtuvo por oposición en 1961 la plaza de organista titular de esta catedral, donde deja una imagen imborrable como organista eminente, seguramente el más importante de las catedrales españolas en la segunda mitad del siglo XX y en los inicios del nuevo milenio.
Don José Enrique ha sido un organista extraordinario, pero también un excelente sacerdote. El día 14 de noviembre del año pasado, me visitó en mi despacho para entregarme una carta y un ejemplar de una memoria de su vida de sacerdote y de su quehacer organístico, en la que me manifiestaba estar en la etapa final de su carrera. Allí hacía memoria de todos sus títulos, premios y distinciones y de los 1111 conciertos tenidos en Sevilla, en España entera, en Italia, Estados Unidos, Francia, Alemania, Rusia, Polonia, Méjico, Japón y en los más diversos países del mundo. En esa ocasión me refirió que Juan Sebastián Bach, en la página final de cada partitura escribía estas iniciales SDG, Soli Deo Gloria. Me comentó también esta frase del gran músico alemán: “el único propósito de la música debería ser la gloria de Dios y la recreación del espíritu humano”, para confesarme después que antes de poner cada día sus dedos sobre el teclado, ofrecía al Señor su arte y le decía que con sus interpretaciones no buscaba otra cosa que su gloria.
Don Jose Enrique ha contribuido a hacer verdad en esta catedral el ars celebrandi, del que tantas veces nos hablara el Papa Benedicto XVI, al servicio de la mistagogía, introduciendo a los fieles a través de la belleza de nuestra catedral, la liturgia dignísimamente celebrada y la hermosura esplendorosa de la música del órgano en los divinos misterios, pasando de lo visible a lo invisible, del signo a lo significado, de los sacramentos a los misterios. La historia de las grandes conversiones del siglo XX tiene mucho que ver con la vía pulchritudinis, la vía de la belleza, que a tantos ha servido para descubrir la voz y la belleza suprema que es Dios, como me decía literalmente don José Enrique en la carta mencionada. Él estaba convencido de que el arte es un servicio a la evangelización y de que el artista es un misionero y un don para el mundo.
Por todo ello, ante el cadáver de nuestro hermano, en esta mañana damos gracias a Dios. Le damos gracias también por el don precioso de la vida que le concedió hace 80 años, por las muchas gracias que le regaló, el don del bautismo y de la vocación cristiana, el regalo siempre inmerecido del sacerdocio y la fidelidad a los propios compromisos que es siempre gracia de Dios. Dios nuestro Señor conoce mucho mejor que nosotros lo que su ministerio ha significado de gracia y santificación para tantas almas. Por ello, levantamos la copa de la salvación, celebrando la Eucaristía, en la que cada día, por medio de Cristo, la Iglesia da gracias por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello y de justo en la creación, en la humanidad y en nuestras vidas (CIC 1395).
La Palabra de Dios que alimenta la fe y robustece la esperanza, es también bálsamo para todos los que hoy lloramos la muerte de nuestro hermano, especialmente sus familiares, el Excmo. Cabildo, sus hermanos sacerdotes y los fieles que cada mañana escuchaban su homilía en la misa de ocho y cuarto en la capilla de la Virgen de la Antigua. “Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor”. Estas palabras de la carta a los Romanos, que acaban de resonar en esta catedral, describen con mucha propiedad lo que ha sido la vida de don José Enrique, que no ha vivido para sí mismo, sino para su Señor. Por ello, podemos pensar piadosamente que en su tránsito ha pasado a pertenecer al Señor para siempre.
Don Jose Enrique ha vivido los últimos años madurado por el sufrimiento, que le ha purificado interiormente. Por si quedaran en él reliquias del pecado, lo encomendamos fervientemente en esta Eucaristía, que es también sacrificio expiatorio, en el que Jesucristo satisface al Padre con la ofrenda de su vida por los pecados del mundo. Le pedimos, pues, que la sangre redentora, que de nuevo se va a derramar incruentamente sobre el altar, lo purifique y, en las vísperas de la Pascua de Cristo, lo introduzca en la vida plena de la resurrección. Porque, como nos dice San Pablo, “todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo para recibir premio o castigo por lo que hayamos hecho en esta vida”, con el salmo responsorial, pedimos al Señor que sea benigno y compasivo con nuestro hermano, para que ya desde hoy camine en la presencia del Señor en el país de la vida (Sal 114).
Encomendamos a don Jose Enrique a Jesucristo, sumo y eterno sacerdote. Lo encomendamos también a la intercesión de la Santísima Virgen de la Antigua. Encomendamos a sus familiares, para que el Señor los conforte. No olvidemos en nuestra plegaria a nuestra Diócesis, que en el corto espacio de cinco meses ha visto partir a trece beneméritos sacerdotes. Pedid al Dueño de la mies, que nos conceda las vocaciones que nuestra Iglesia diocesana necesita para continuar la sementera que ellos con tanta entrega han cultivado. Así sea.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla

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